jueves, 27 de octubre de 2016

¿Qué es el capitalismo? - por Borja

Capitalismo, Estado (burgués) y clase trabajadora: una aproximación, por Borja Ascaso (twitter.com/borjalibertario).

Todas sabemos, grosso modo, que como clase trabajadora –y oprimida- vivimos bajo un orden social, político, económico y cultural que nos afecta directamente de forma negativa. ¿Pero que es el régimen capitalista? ¿Cómo se desenvuelve y cuáles son sus características principales? En este artículo intentaremos dar respuesta a estas preguntas.  Como diría Engels,  “(El Estado moderno) no es sino un comité que administra los problemas comunes de la clase burguesa”. Con esta famosa  cita, Engels venía a decir que el actual Estado moderno no era –y es- más que un instrumento que utiliza una clase dominante y poseedora de los medios de producción (industrias, tierras, empresas, etc.) para salvaguardar e incrementar sus privilegios y beneficios económicos.

Un régimen económico y político de tipo capitalista es aquel que se caracteriza por la existencia de dos grandes clases sociales. Por un lado, y arriba de la pirámide social, tenemos a la clase capitalista o empresarial la cual es la que posee los medios para producir y comerciar. Y por otro lado tenemos a la gran masa de población, la clase trabajadora, que tiene que venderse a esa clase empresarial para poder recibir un salario y así subsistir. Este tipo de organización social implica una doble opresión de la clase capitalista contra la clase trabajadora, pues ésta última siempre dependerá de la clase empresarial para poder subsistir y, además, la clase capitalista, al tener a su merced al Estado y sus políticos, provoca que las leyes sean siempre favorables a la clase empresarial y vayan contra los intereses de la clase trabajadora.

¿De dónde sale el beneficio de la clase empresarial? La clase trabajadora, al trabajar para el empresario de turno lo que hace es generar un beneficio para el empresario llamado plusvalía o plusvalor. ¿En qué consiste la extracción de la plusvalía de la clase trabajadora? Imaginemos que un trabajador utiliza un telar e hila algodón. El algodón que usa diariamente para hacer el hilado tiene un valor de 100 euros. El obrero trabaja diez horas diarias y genera un nuevo valor de 50 euros. De forma paralela, el desgaste del telar, la luz, el agua, etc.  provoca un incremento de unos 10 euros de valor. Si hacemos la suma con los datos anteriores, nos da como resultado que ese puesto de trabajo cuesta 160 euros. ¿Dónde queda, pues, la ganancia del empresario? El trabajador ha añadido 50 euros de valor con su trabajo en el hilado, pero el empresario NO devuelve ese valor producido por el trabajador, pues solo le pagará, en forma de salario, el mínimo indispensable para subsistir. Si este trabajador necesita una media de 25 euros para mantenerse diariamente (comer, vestirse, etc.), el empresario le pagará 25 euros, lo cual es equivalente a 5 horas de trabajo. De esta forma, el trabajador pasa 5 horas (la mitad de su jornada laboral) trabajando para producir su salario, y otras 5 trabajando gratis para generar una plusvalía que irá a parar al bolsillo del empresario. 

El capitalismo en la actualidad se enmarca dentro de una fase que llamamos “imperialismo”. ¿En qué consiste este capitalismo imperialista? Se nos presenta de forma no oficial, es decir, que el imperialismo actual no existe teóricamente, pero que en la práctica sigue expoliando países enteros (básicamente del llamado Tercer Mundo). Por ejemplo, Estados Unidos (y de forma similar la Unión Europea) ejerce un control casi total en muchos países del mundo debido a su poder económico, político y militar, así como su gran influencia en organizaciones internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional. En el caso de la Unión Europea, las antiguas metrópolis (Francia, UK o España, por ejemplo) siguen controlando parte de la economía y de la soberanía de sus antiguas colonias. Según el revolucionario comunista ruso Vladimir Ilich Lenin, el capitalismo imperialista se caracteriza por cuatro grandes rasgos:
1-      La producción se concentra en monopolios, es decir, que unas pocas familias controlan casi toda la totalidad de los diferentes sectores de la economía.
2-      El capital financiero, es decir, el sector bancario, se convierte en la piedra angular de la economía de todos los países del mundo.
3-      La exportación de capital es mucho más importante que la exportación de mercancías, lo cual provoca que las grandes potencias penetren más en los países más pobres y los expolien aun más.
4-      La formación de grandes organizaciones internacionales, tales como el FMI o el BM, que tienen por objetivo repartirse el mundo y sus riquezas.

El capitalismo también se basa en la discriminación de todo tipo como forma de dividir a la clase trabajadora. Las mujeres siguen cobrando menos dinero que los hombres por hacer el mismo trabajo, los inmigrantes siguen siendo tratados como ciudadanos de segunda (a veces ni eso) que deben encargarse de los trabajos más duros y que nadie desea. Por no hablar de lo importante que es para el régimen capitalista el mantenimiento de la familia patriarcal como forma de mantener a la mujer sumisa tanto en el hogar como en el puesto de trabajo. Para que los hombres trabajadores pudieran producir eficientemente, desde el surgimiento del capitalismo en el siglo XVIII, se ha necesitado siempre una mano de obra gratuita –las mujeres- que se encargaran del trabajo reproductivo, de ahí la importancia del patriarcado para el capitalismo.

Y hasta aquí esta breve introducción al capitalismo. Esperamos y deseamos que la lectora mantenga el interés por formarse más en este tema y a partir de aquí considere oportuno leer más sobre este tema. La bibliografía sobre el tema aquí esbozado es, por suerte, muy extensa. 

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Las mujeres en el Rif - por Iman

Las mujeres en el Rif
"Me llamo Iman, tengo 18 años y soy amazigh, concretamente rifeña, que es uno de los grupos étnicos más importantes del Norte de África. Aunque haya nacido en Barcelone, provengo de la tribu Ait Touzine, que está en Nador y es de las más grandes del Rif (Marruecos).
Crecer siendo rifeña es mucho más diferente que crecer siendo marroquí a secas. No hay confusiones en una casa amazigh, no hay crisis de identidad, siempre he sabido qué era y a dónde pertenecía, mientras que les demás marroquíes (exceptuando otros grupos étnicos no arabizados) se llaman a sí mismes árabes. Esto me hacía sentir un poco diferente a elles, aunque técnicamente somos la misma gente, con la misma sangre y cultura. Siempre he creído que sí, que les demás eran árabes, hasta que un día me adentré en el tema, y descubrí que la única razón por la que se llamaban a sí mismes árabes era la arabización.
La arabización es un proceso llevado por les árabes para destruir la identidad y cultura de los pueblos indígenas que invadieron durante la expansión islámica. La civilización árabe obligó y amenazó a la gente para que dejasen atrás toda su cultura y sus tradiciones, convirtiendose al Islam. La mayoría de la poblacion fue obligada a convertirse y a someterse a ese proceso, excepto unos cuantos grupos etnicos que se negaron rotundamente a ser esclavizados y a abandonar su cultura. Como les rifeñes (mi grupo etnico), que huyeron hacia las montañas y lucharon contra elles, aunque al final, la mayoria de elles accedieron a convertirse para poder vivir, pero jamás dejaron de lado su identidad.
Esa es una de las razones por las que los marroquies tienen esterotipades a les rifeñes radicales, racistas, salvajes o catetes.
Crecer en una casa rifeña es difícil, sobre todo si eres una mujer. Si la mentalidad marroqui (y todas es general) es bastante machista, no os podeis imaginar cómo es la rifeña. Les rifeñes suelen ser gente humilde y conservadora, de ahi que nos priven de muchas cosas a las mujeres rifeñas, sobre todo si vives en las montañas. He visto y escuchado miles de veces casos de chicas que cuando terminan la primaria, se quedan en casa a limpiar porque no hay dinero para mandarla a un buen colegio para que siga con sus estudios, dado que la cuestión educativa en Marruecos es pésima, y mucho más en el Rif, al ser una zona bastante marginalizada de Marruecos donde incluso en algunas partes no llega el agua ni la luz.
La cosa es que cuando esto pasa, las chicas se quedan en casa a aprender a hacer las tareas del hogar; sin embargo, cuando se trata de un chico, se hace todo lo possible para mandarlo a un buen colegio.
La cantidad de chicas que se han quedado sin un futuro por culpa de este mentalidad misógina es muy grande y espero que algún día todo esto cambie, que las mujeres consigamos recuperar nuestros derechos, como era antes de la invasión árabe.
El pueblo rifeño no es verdaderamente nada sin las mujeres. Desde  el principio hasta el final, las rifeñas ayudaron a parar la invasión árabe, y lucharon con todas sus fuerzas contra todo pueblo colonizador como les españoles en 1936, cuando intentaron invadir el Rif tirándonos bombas.

Es necesario que las mujeres del Rif nos ayudemos y conciencemos a nuestro entorno para conseguir que, en un futuro, ojalá cercano, el objetivo del feminismo deje de ser un sueño y se convierta en una realidad palpable."
La autora de este artículo es Iman y podéis encontrarla aquí: twitter.com/RlFFlAN; este artículo es el segundo de una serie de artículos sobre el pueblo amazigh, este en concreto sobre las mujeres en el Rif, que os iré trayendo a lo largo de las siguientes semanas. El primero, introductorio y de la mano de Iman, Sara (twitter.com/anarchistsara), Cheba Sara (twitter.com/sheitana_) y Manal (twitter.com/kadbenx), podéis encontrarlo aquí: http://pensandoenlila.blogspot.com.es/2016/07/las-imazighen-un-pueblo-que-resiste.html

sábado, 20 de agosto de 2016

Mujeres y fotografía: para nosotras, de nosotras - por Alba Pérez

"No todos los ojos miran igual tras el objetivo, igual que no todas las luces iluminan con la misma intensidad o no todos los ángulos muestras lo mismo. El arte es para todos, pero parece que nos han asignado lugares estáticos dentro de éste. El fotógrafo y la modelo, el director y la actriz, el pintor y la musa. El arte, del mismo modo, se ha convertido en algo invariable, lleno de polvo y monótona predictibilidad. Aun así es casi mágico, salir a la calle y ver a un grupo de chicas haciéndose selfies enfrente de un anuncio estereotipado y plástico de cualquier marca de ropa actual. Verlo es como escuchar susurros risueños entre gritos de guerra, porque no nos sometemos a las formas imposibles en las que nos retratan otros, hoy nos retratamos nosotras, poniendo caras, haciendo posturitas, mirando directamente a la cámara, mirando a cualquier punto menos el principal. Nos retratamos unas a otras, jugando con la magia del autoconocimiento, la solidaridad y la confianza. No todos los ojos miran igual tras el objetivo, y me pregunto qué pensará una fotógrafa buscando trabajo, abriendo una revista y que la bombardeen una retahíla de fotos de mujeres con una firma de hombre al final de la página, me pregunto qué pensará también la modelo, me pregunto si todas lo pensamos alguna vez.


Cindy Sherman

Pero hablemos de la magia, hablemos de que hemos estado siempre ahí, en la moda, en las revistas, en las guerras, hablando alto y claro con flashes buenos y malos y ojos abiertos para captarnos bien. Hablemos de Gerda Taro, que en su objetivo centró conflictos y batallas, hablemos de Cindy Sherman que hizo visible lo que nos habían impuesto como invisible con sus retratos a mujeres en actos cotidianos, sin esa sonrisa de metal frío y duro, sin esa belleza de cristal que se fragmenta en la mirada a fondo. Reales, como nosotras, como solo podríamos saberlo siendo, sintiendo, viviendo el ser mujer. Hablemos de los montajes de Barbara Kruger, protestas visuales del derecho a la mujer sobre su cuerpo, su batalla, la de una mujer contra un sistema, hablemos de ellas.



Barbara Kruger

Pero no solo hablemos del ayer, de las que estuvieron en sus formas más visibles o invisibles, hablemos también del hoy, de la bandera que ondeamos en cada superficie que intentamos conquistar, a golpe de flashes, a golpe de clicks, a golpe de poses reales e infantiles, de muecas que nos hacen facciones desproporcionadas, de sonrisas dentudas y de cuerpos desvergonzados, firmamos la bandera: con cariño de nosotras para las que más queremos, nosotras. Gritemos los nombres de las nuevas voces silenciosas que inundan  las galerías anónimas y nuestros Instagrams. Contemos como Ashley Armitage retrata a mujeres en la piscina, con pelos en los sobacos, en las piernas y en las ingles, con cuerpos parecidos y diferentes, con ropa y sin ropa, con maquillaje, sin él, con pegatinas, con purpurina, con sujetador y sin, comiendo, llorando, realidad. Hablemos de que Petra Collins hizo una colección dedicada a las chicas sacándose selfies, quizá luego las borraron porque no les gustaban, eso no importa. Pasémonos entre nosotras las fotos de Natalia Iguiñiz, retratando el rol de la mujer en la familia, redefiniéndolo.




Ashley Armitage

Y hablemos de ellas, y de muchísimas más, alto y claro, para que todas sepamos que existen, que podemos hacernos una foto sin llevar el bikini nuevo, sin meter barriga, sin estar perfectamente maquilladas, podemos jugar a ser otras, podemos simplemente hacernos una foto serias, entre nosotras, solas, a otras, a cosas, podemos probarlo todo.






Petra Collins

Una amiga me pide que le haga fotos, me alegra, porque serán nuestras, será ella, yo y los secretos que podemos compartir todas, las experiencias, los sueños, la esencia de ser quienes somos, y no saldrá en Vogue, ni será una valla publicitaria de Chanel, será mejor, será nuestra, nos la dedicaremos a nosotras mismas, con cariño y con ganas de vernos, para nosotras de nosotras."
Natalia Iñíguez


Alba Pérez - http://elvxrtedero.blogspot.com.es/ - twitter.com/AlbaTenenbaum

martes, 2 de agosto de 2016

Las "histéricas"

La histeria femenina era una enfermedad diagnosticada en la medicina occidental hasta mediados del siglo XIX. Los síntomas eran muchos: desfallecimientos, insomnio, retención de fluidos, pesadez abdominal… y “tendencia a causar problemas”.
¿Tendencia a causar problemas? ¿Estamos acaso ante una patologización de la rebeldía femenina? Mi respuesta, queridas, es que sí: la medicina no ha sido a veces más que una herramienta más de la sociedad para controlar a las oprimidas.

Véase si no el desarrollo de la frenología, ciencia que sustentaba la creencia de la supremacía blanca sobre el resto de las “razas”. Véase la ya superada clasificación de la homosexualidad como una enfermedad (y de la transexualidad, hoy día); la esterilización forzada de mujeres indígenas, discapacitadas y enfermas mentales… y, sin ir más lejos, la ablación del clítoris practicada en Occidente hasta el mismo siglo XX a las mujeres que se masturbaban, a manos de médicos cualificados.

Pero si estoy escribiendo esto es precisamente porque creo que el mito de “la histérica” va más allá de la misoginia en la Historia de la medicina. “La histérica” es, para mí, una mujer que ha existido siempre y que sigue existiendo; “la histérica” somos todas las mujeres en algún momento de nuestras vidas.

¿Por qué, si son hombres principalmente quienes golpean con el puño la mesa, somos nosotras las “histéricas” en cuanto levantamos la voz? ¿Por qué, si la mayor parte de crímenes violentos los cometen hombres, no existe semejante alarma ante el despertar de la “histeria masculina”?

Porque la “histeria masculina” es ira y la ira, en los hombres, se tolera e incluso se aplaude. 

La ira masculina es respetable; la ira masculina impone. La ira femenina, sin embargo, se desata “porque estás con la regla”; las mujeres no estamos enfadadas, las mujeres somos unas amargadas porque estamos “malfolladas”.

Así que yo reivindico el derecho femenino a enfadarnos, a levantar la voz; a rebelarnos y a ser asertivas y hacer respetar nuestro derecho a expresar nuestro desacuerdo con un mundo que nos presupone señoritas, siempre solícitas, siempre asintiendo.

Y reivindico la necesidad masculina de desaprender la agresividad, de dejar de ser los verdaderos “histéricos” e interiorizar métodos más sanos de canalizar vuestra ira que pegar gritos y asestar golpes.

Construyamos un mundo en que no existan “las histéricas”. Un mundo en que las mujeres nos enfademos y se nos tenga en cuenta, un mundo en que los hombres os enfadéis sin recurrir a la violencia.

sábado, 30 de julio de 2016

Las imazighen: un pueblo que resiste

Este será el primero de una entrega de cuatro artículos sobre el pueblo amazigh, en un intento por amplificar las voces indígenas del Norte de África. Este artículo nos lo traen Sara (twitter.com/anarchistsara), Cheba Sara (twitter.com/sheitana_), Manal (twitter.com/kadbenx) e Imane (twitter.com/RIFFIAN), cuatro jóvenes amazigh llenas de orgullo.
¿Quiénes son los imazighen?
Los imazighen son un pueblo nativo del Norte de África, uno de los grupos étnicos más antiguos de la historia, que ha sobrevivido a la colonización de varias civilizaciones, primero la fenicia, luego la romana, y finalmente la árabe, que tuvo un gran impacto en la identidad de muches norteafricanes de la época, y cuya influencia sigue vigente hoy en día.
La civilización árabe conquistó el Norte de África en el año 647 d.C., lo que desencadenó un proceso al que llamamos arabización. La arabización es un "lavado de cerebros", de manera que se obligaba a les natives a convertirse al Islam, y si se resistían, les esclavizaban. Estaban obligades a llamarse a sí mismes "árabes" para acceder a los estatus más altos de la sociedad. Toda persona que se convertía al Islam para sobrevivir a la invasión no sólo dejaba su propio pasado atrás, sino las costumbres y tradiciones de todo su grupo étnico, haciendo que este se desintegrara y perdiera unidad.
Por supuesto, no todo el mundo se rindió: algunos grupos étnicos se rebelaron contra les árabes y lucharon contra elles, como les rifeñes, que escaparon a las montañas. Gracias a su valentía y la de otros grupos étnicos (ishilhiyen, zayane, kabilios), hoy en día el Norte de África todavía conserva su milenaria cultura que les árabes una vez quisieron arrebatar, pero no pudieron.
Uno de los cambios más drásticos que se produjo con la llegada de la civilización árabe fue el del papel de la mujer en la sociedad.
En la antigua sociedad amazigh, las mujeres estaban al mando: ellas eran las jefas de las tribus, las que dirigían a les soldados (entre les cuales también había mujeres)... etc. Eran respetadas. La mujer disponía de privilegios que el hombre no tenía, como el de poder tener relaciones sexuales con varias personas antes del matrimonio. Desgraciadamente, con la conquista árabe se vieron obligadas a renunciar a ellos, ya que se tergiversaron las palabras del Corán mediante malas traducciones de parte de hombres para someter a las mujeres e imponer la supremacía masculina.

viernes, 22 de julio de 2016

Mujeres "masculinas"

Soy lesbiana, llevo el pelo corto “como un chico” y fui con traje “de hombre” a mi graduación del instituto.

En principio, a muchas esto no les hará levantar la ceja. Somos libres de llevar el peinado que nos plazca, de vestir como nos plazca y de hacer lo que nos plazca mientras no atentemos contra la libertad de nadie, dirán. ¿Qué importancia tienen tus elecciones personales mientras no le hagan daño a nadie?, me preguntarán. Algunas incluso me acusarán de pretender “llamar la atención” cuando escribo este artículo.
Y yo, sin embargo, me niego a dejar de escribirlo. Me niego a quitarles importancia a mis elecciones “personales” en un mundo en que, como dijo Kate Millett y no me cansaré de repetir, lo personal es político.

Cuando digo “lo personal es político” quiero decir que todas y cada una de mis elecciones “personales” vienen influenciadas, condicionadas, por una serie de expectativas y enseñanzas que la sociedad me ha impuesto o transmitido, según la presión que haya ejercido sobre mí en cada caso. Cuando digo “lo personal es político” quiero decir que la libertad es, como mucho, relativa en un sistema patriarcal que juzga en el mejor de los casos y se apropia directamente en el peor de ellos de los cuerpos de las mujeres.

Y nosotras, las mujeres arco iris en general y las lesbianas en particular, hemos crecido en un sistema que no sólo manda sobre nuestros cuerpos y nos obliga a odiarlos y controlarlos obsesivamente sino que impone sobre ellos unos cánones que van más allá de la delgadez impuesta o la blancura de la piel, por ejemplo. Nosotras sentimos más que nadie, más que ninguna otra mujer, la férrea atadura de los roles de género que se empeñan en encasillar nuestros cuerpos.
Porque la expresión de género de las mujeres no ha sido nunca de libre elección. El pelo largo, el maquillaje, los tacones, las faldas y los vestidos, el andar con ligereza y el sentarse con las piernas cerradas, la ausencia de vello facial y corporal… son múltiples las exigencias de una sociedad que construye lo que significa ser “mujer” basándose en falacias biológicas y lo traslada en forma de comentarios, publicidades, expectativas y representaciones sobre nuestros cuerpos.

Pero la expresión de género de las mujeres que, como dice Monique Wittig, no acabamos de ser mujeres es un tema todavía más peliagudo.
¿Que no acabamos de ser mujeres? ¿Desde cuándo amar a otra mujer te convierte a ti misma en menos mujer? Pues desde que “mujer” es una categoría cuya definición gira alrededor del hombre; desde que las mujeres, como la sociedad nos recuerda constantemente, existimos en un patriarcado para complacencia masculina.

Y si no somos mujeres del todo porque no cumplimos con los requisitos esperados de toda mujer, es decir, el existir por y para el hombre; ¿cómo hemos expresado históricamente esa ausencia de “mujeridad”? A través de una expresión de género que subvertía los cánones y jugaba con los roles como le placía.
Así, las lesbianas hemos sido tradicionalmente “masculinas” en un mundo que en el mejor de los casos evitaba y evita, y en el peor de ellos castigaba y castiga, la “masculinidad” en las mujeres. Nos hemos cortado o rapado el pelo; hemos vestido pantalones y hasta traje, corbata o pajarita; hemos engordado con menor preocupación (o la hemos disimulado); hemos cubierto nuestros pechos y dejado crecer el vello que florecía en nuestro cuerpo; e incluso hemos llevado calzoncillos.

Esta masculinidad no se ha expresado igual a través de las naciones, las razas o los géneros; así, por ejemplo, muchas lesbianas negras han visto cómo sus compañeras blancas las presuponían butch (palabra anglo que designa a las lesbianas “masculinas”) tan sólo por la menor feminidad asociada socialmente a su color de piel. Así, por ejemplo, muchas lesbianas trans han visto cómo se les exigía injustamente una mayor “feminidad” para compensar por ser, supuestamente, “menos” mujeres.
Pero si algo es cierto, si algo puede afirmarse, es que las mujeres en general y las lesbianas y otras chicas arco iris en particular hemos peleado por conquistar una expresión de género reservada a los hombres, una expresión de género caracterizada por una mayor comodidad y soltura habitando el propio cuerpo.

Es por eso que recordamos a mujeres como Lucía, la primera puertorriqueña en llevar pantalones. Es por eso que todavía hoy demuestra cierta rebeldía el llevar las axilas peludas o ir a la playa sin depilarse las piernas o las ingles. Es por eso que todavía hoy te arriesgas a recibir miradas de extrañeza o a ser directamente importunada si te pruebas ropa del departamento “de hombres” en las tiendas.
Por todo esto, para mí, cortarme el pelo “a lo chico” hace dos años y graduarme “vestida de hombre” hace uno supuso toda una pequeña victoria personal. Fue una muestra de orgullo para una chica que se lavaba todos los días la melena y se la echaba hacia atrás constantemente para vigilar su peinado, que no posaba de perfil ni se quitaba las gafas por encontrar que su nariz aguileña le daba un aire demasiado masculino a su cara, que no salía de casa con un solo pelo en el cuerpo, que adoraba las faldas y los estampados florales y el color rosa (y los sigue adorando, y demostrándolo en su vestimenta) y detestaba los chándales y las sudaderas.
No es que dejara de gustarme lo que ya me gustaba. No es que dejara de disgustarme lo que ya me disgustaba. Es que descubrí que, durante años, había habido algo más que mis gustos entre la masculinidad y yo; había existido, siempre, una presión social para ser lo más femenina posible.
Y, desde el momento en que me reconocí como lesbiana y empecé a salir del armario, esa obsesión con la feminidad impuesta se acentuó por no querer parecerme a esas “camioneras”, a esas “marimachos”. Recordaba con pavor como, en Primaria, nos metíamos con una compañera por jugar a fútbol y ser más “chicote”; veía cómo miraban los hombres y cómo desconfiaban las mujeres de las “bolleras” que no pasaban precisamente desapercibidas gracias a su expresión de género.
La culpa no era mía, desde luego. Yo solo intentaba desesperadamente seguir contando como mujer en un momento en que sentía, sin saberlo conscientemente, cómo mi orientación sexual chocaba inevitablemente con la definición tradicional de la “mujeridad”. Ya tenía bastante con aceptar esa nueva versión de mí misma como para darme de bruces encima con una imagen diferente en el espejo.

Pero pasaron los meses y el orgullo fue sustituyendo a la vergüenza. Pasaron los meses y conocí a algunas de esas “camioneras”, esas “marimachos”, y descubrí cuán maravillosas eran y cuánta valentía se advertía en la fidelidad que se tenían a sí mismas. También conocí lesbianas y bisexuales “femeninas” (femme, en inglés) y descubrí que no por seguir la norma nos acercábamos más a lo esperado de nosotras en cuánto a que nosotras nunca seríamos lo que se espera de una mujer y nuestra expresión de género no nos hacía, por tanto, menos lesbianas.
Así, llegó un día en que cada vez me importó menos alejarme del concepto preestablecido de mujer. Llegó un día en que me di cuenta de que yo no solo no conseguiría nunca, sino que tampoco quería, parecerme a esa mujer ideal que necesitaba el patriarcado para sobrevivir. Prefería ser una rebelde; prefería jugar con los roles de género, ponerme falda y tacones un día y zapatillas y pantalones otra, pintarme los labios puntualmente para ir a clase pero luego salir de fiesta “sin arreglar” (porque yo, compañeras, no necesito de ninguna pincelada de feminidad que me “arregle”; ni yo ni ninguna de nosotras).

Así, llegó un día en que dejé de avergonzarme de lo que era y empecé a apreciar la rica Historia de mujeres, “masculinas” o “femeninas” (y algunas, como yo, “masculinas” Y “femeninas”); que habían allanado el camino a las que veníamos después. Empecé a llevar esa Historia de valentía y orgullo, de resistencia ante un mundo que quiere aniquilarnos, impresa en la piel y envolviéndome como un aura de legitimidad llevara la ropa que llevara.

Hasta que un día, un chico me preguntó por qué me había cortado el pelo y yo no lo recordé que no era por ser lesbiana porque, sinceramente, un poco sí que era.

Y a mucha honra.

viernes, 8 de julio de 2016

Cuerpos contra idealismos

Hace unos meses, escribí un artículo llamado “Cómo amar tu cuerpo en 10 sencillos pasos”. Quitando algunas críticas que me acusaban de ser la versión feminista de Mr. Wonderful, todo fueron aplausos: recuerdo especialmente las fotografías que me mandó una seguidora de los post-its de su carpeta con mis consejos escritos sobre papel fosforescente, que me llegaron al corazón.
En su momento, tenía la mejor de las intenciones y en absoluto pretendía ser la versión feminista de Mr. Wonderful. Cada consejo pretendía ser una solución para problemas que me habían llevado años de auto-odio y quebraderos de cabeza; pretendía condensar en unas cuantas líneas toda mi experiencia de detestarme, aceptarme, y luego por fin empezar a quererme.

Ahora, sin embargo, no me gusta ese artículo. Me pone nerviosa leerlo y estoy de acuerdo con las críticas que recibió: es un artículo perfecto para la Cuore, con algún toquecillo más revolucionario, pero perfecto para la Cuore si le aplicamos unos cuantos retoques. Un artículo fácil de digerir, dirigido a un público de lágrima fácil (el mismo público que yo conformo) y de carácter marcadamente optimista.

¿Qué es lo que ha cambiado desde que lo escribí, si realmente solo han pasado unos pocos meses? ¿Si se basaba en una experiencia personal que sigue construyéndose como mi Biblia al hablar de amor propio? ¿Si incluso mencionaba la necesidad de dejar de lado estar guapa, de querernos vivas y libres?

Lo que ha cambiado es que leí un artículo en un libro que me compré en la bendita Fira del Llibre Anarquista de València. Un artículo llamado “Nuestros cuerpos: territorios ocupados”, encuadrado en un libro que trataba de nuestro cuerpo y nuestra complicada relación con este.
Y ese artículo me abrió los ojos a un mundo oscuro y nocivo, a un mundo venenoso que emponzoñaba nuestras miradas y nos dejaba los ojos chorreando arsénico que plantaba semillas de auto-destrucción al derramarse por todo nuestro cuerpo. Ese artículo me recordó que hablar del cuerpo no puede ser hablar sólo de lo individual, del primer odio y la consecuente batalla por el amor propio, sino también de lo colectivo: de cómo la sociedad en general y los hombres en particular trataban y tratan nuestros cuerpos independientemente de nuestra relación con ellos.
De cómo ocupan nuestros cuerpos, ­­­de cómo acabamos disociándonos de estos para poder sobrellevar la realidad de vivir en un cuerpo usurpado por manos ajenas.

Este artículo me hizo visualizar la otra cara de la moneda; me ayudó a darme cuenta de que más allá del escrutinio al que sometemos a nuestros cuerpos, está la separación que implementamos entre nosotras mismas y estos. De que el problema no es tanto vivir demasiado pegada a mi cuerpo para vigilarlo; como lo es vivir alejada de él y de su realidad cotidiana de comer, moverse, dormir.
Unas chicas que matan de hambre a sus cuerpos ¿están obsesionadas con estos, o demasiado distanciadas de ellos como para poder complacer sus necesidades más básicas? Quizás os parezca una mera distinción en el planteamiento, pero para mí, se ha convertido en una distinción importantísima.

Porque he empezado a plantearme hasta qué punto puedo proclamar que “amo”, que “acepto” incluso mi cuerpo, cuando todavía no se me permite habitarlo plenamente.

Así, me planteo hasta qué punto hemos sido (he sido) individualistas, idealistas incluso, al centrarnos en querernos antes que en analizar cómo nos ha afectado la ocupación de nuestros cuerpos por parte de medio mundo a la hora de relacionarnos con ellos. Hasta qué punto hemos presionado a muchas chicas para que se sacaran selfies y empezaran a mostrarse desnudas, lo cual está muy bien, pero no les hemos proporcionado ninguna herramienta para ayudarles (ayudarnos) a entender por qué eran incapaces de comer cuando tenían hambre o por qué se desconectaban de la realidad cada vez que tenían sexo.

Lo cual no está tan bien.

Creo que, por un lado, ha sido por un mero acto de supervivencia: ante un mundo que sacaba las garras cada vez que aparecía un pelo o un kilo de más, hemos tratado de seguir adelante con lo puesto y para ello ha sido necesario querernos un poquito. Creo que la realidad era demasiado dura como para verla en todo su espanto sin echarse a llorar y después de tantas lágrimas derramadas por los pelos y los kilos de más, necesitábamos alguna que otra sonrisa para compensar.
Y soy la primera que ha necesitado un cierto optimismo desde el feminismo, la primera a la que quererse un poquito le ha ayudado a mejorar su calidad de vida. Soy la primera que defiende la supervivencia como algo más que “reformismo”.

Pero, por otro lado, me parece que si fagocitar y remodelar nuestros planteamientos les ha sido tan fácil a las empresas, los noticiarios y el neoliberalismo igualitarista en general es porque, al final del día, de revolucionarios tenían poco. Porque nos dedicábamos más a consolar a la víctima que a señalar a los culpables, porque éramos las primeras en maquillar las mejorías como si de ganar la guerra se tratara.
Yo he participado en una pegada colectiva de adhesivos con el lema Eres Más Que Tu Talla. He visto el brillo en los ojos de mis compañeras, la rapidez con que se ha expandido por toda España e incluso América del Sur. Me he dado cuenta de cuán necesario era recordarnos que estamos todas juntas en esta dura jornada del querernos, pero también de con qué facilidad convertían los medios (y a veces, nosotras mismas) nuestra lucha contra un canon patriarcal en una batalla individual por “amar nuestras curvas”.

¿Por qué me planteo “amar mis curvas” antes que aprender a convivir con este jodido cuerpo que tan difícil me lo pone todo en un mundo que no existe para él? Porque aprender sobre mi cuerpo, conocerlo, implicaría darme cuenta de quién tiene la culpa de que este se haya hecho pequeño: los hombres que han tratado de usurpármelo y la sociedad que ha ocupado sin reparos el espacio que le correspondía a este mi cuerpo.

A lo que me refiero es a que responsabilizarnos a nosotras mismas de querernos y escribir artículos de lágrima fácil sobre cómo hacerlo es mucho menos duro que señalar a los culpables y ahondar en la mierda de cuán jodida está la relación con nuestro cuerpo. Querernos está bien, está genial, pero quizás es el objetivo final y no el camino y antes hace falta una concienciación colectiva de cuál es la situación global de los cuerpos de las mujeres, de cómo son usurpados no solo mediante básculas y dietas sino también mediante todo tipo de operaciones tanto legales como ilegales para robarnos el control sobre estos.

Por eso, este es un llamamiento a todas, y especialmente a mí que soy la primera que he pecado de esto, para dejar de tenerle miedo a la realidad que enfrentamos. Para sentarnos en círculo, abrir debates en redes sociales, y hablar de lo que nos pasa con nuestros cuerpos. Más allá de si los odiamos. Más allá de si los queremos. Hablar de cómo los tratamos. De cómo los concebimos. De cómo los habitamos.

Y este es un llamamiento, ante todo, a establecer las conexiones entre las ablaciones del clítoris y la ilegalización del aborto. Entre la histórica patologización de la rabia femenina mediante el diagnóstico de histeria y el encierro de mujeres trans en cárceles de hombres. Entre las tallas excluyentes y la esterilización forzosa de mujeres negras, indígenas, discapacitadas, enfermas.
Porque nuestros cuerpos los han ocupado, históricamente, y los siguen ocupando hoy día. Porque aunque parezca que no, lo que le hacen a mi coño y lo que le hacen a mi cintura, lo que le hacen a tu pene y lo que le hacen a sus pechos tiene una constante en común: la toma de algo que no es suyo para regularlo, controlarlo, extirparlo, lobotomizarlo, empequeñecerlo, esterilizarlo… usurparlo.

Porque somos Las Usurpadas. Como dijo Eduardo Galeano, somos las dueñas de nada, porque nos han quitado lo más nuestro.

Y fingir que podemos recuperarlo pronunciando cuatro trucos mágicos frente al espejo y sacándonos muchas selfies no nos va a devolver nuestros cuerpos, solo versiones prestadas de estos.

miércoles, 27 de abril de 2016

Elijo a la mujer

Adrienne Rich plantea el contínuum lesbiano como un árbol genealógico de mujeres que, rebelándose ante el patriarcado, cuidan unas de otras, crean alianzas y vínculos auténticos y duraderos, y se priorizan frente a los hombres en un patriarcado. Así, Adrienne Rich plantea la existencia de la lesbiana como un acto de rebeldía femenino, como una insurrección ante un sistema que nos quería y nos quiere compitiendo entre nosotras por la atención masculina y dedicando nuestra vida a conseguir esta, existiendo por y para los hombres hasta el fin de nuestros días.
Adrienne Rich define, por tanto, a la lesbiana como algo más que una mujer que ama y desea única y exclusivamente a otras mujeres; la redefine como una mujer que, en un patriarcado, elige (consciente o inconscientemente, condicionada por su biología o empujada por una voluntad racional) a otras mujeres en detrimento de los hombres.

No seré yo quien discuta aquí si la orientación sexual es una construcción social que desaparecería en un mundo libre de etiquetas o una preferencia que viene predeterminada genéticamente, por mucho que me incline a pensar lo primero. Tampoco seré yo quien invite a las buenas amigas heterosexuales a identificarse con una etiqueta de la que se han aprovechado para alzarse ante los hombres en detrimento de sus hermanas menos favorecidas, más oprimidas por la heterosexualidad obligatoria.

Sin embargo, como lesbiana, sí puedo decir que la lesbiandad (como me gusta llamarla, porque lesbianismo es, al fin y al cabo, un término ajeno; un término médico acuñado para tildar de patológica mi existencia) es para mí mucho más que una orientación sexual. Porque ha teñido mi forma de ver el mundo y de relacionarme con el resto de personas, y me ha hecho ser consciente de que la forma en que yo vivo (que no es más que una extensión de la forma en que yo amo, porque qué es vivir si no es una extensión del amor al mundo, al prójimo y a una misma) no me deja vivir tranquila en la sociedad en la que vivo.
Y, si la vida es una declaración de amor que respira, mi vida es amar a otras mujeres en un mundo de hombres que las oprimen sistemáticamente. Mi vida es amar a otras mujeres, que cohabitan conmigo las fronteras, los márgenes de un planeta masculino, de continentes masculinos, Estados masculinos, ciudades masculinas, oficinas masculinas, hogares masculinos. Mi vida es amar a otras mujeres, yo incluida, y amar es hablarles y hablarme a mí misma con sinceridad y afecto en un mundo que, por mujer, me manda callar y mantener cerrada esa misma boca con que me dirijo a nosotras. Mi vida es amar a otras mujeres, yo incluida, y amar es dedicarles y dedicarme las energías y los cuidados que debo reservar a los hombres; mi labor emocional, mis pañuelos para secar sus lágrimas, mi risa para ambientar las suyas, mis manos de mujer para sostener las suyas y apretarlas con fuerza en los momentos de flaqueza.

Por eso, yo me declaro doblemente lesbiana: porque amo y deseo a las mujeres y porque elijo a las mujeres. Si se puede ser lesbiana biológica y lesbiana política, yo no me conformo con ninguna de estas categorías: yo soy las dos al mismo tiempo. Porque me enamoro de mujeres, porque me excitan las mujeres, y porque, ante todo y ante todos, las priorizo en mi vida.

No porque no tenga amigos hombres. No porque no quiera a mi padre, a mis tíos o a mi abuelo. Sino porque, en un mundo en que son las mujeres mis compañeras de lucha, en un mundo en que ser mujer es mucho más que habitar un cuerpo (si es que existe realmente un único cuerpo de mujer), ser mujer significa ser mi hermana de una forma en que ningún hombre podrá serlo jamás. Porque lo que significa ser mujer en este mundo, lo aprendido por las mujeres (la empatía, el cariño, la mediación, los cuidados), que no intrínseco en ellas ni ausente del todo en los hombres, es lo que me aporta realmente; mientras que lo que significa ser hombre, lo aprendido por los hombres (el poder, la dominación, la agresividad, el egocentrismo) me destruye.

Y amo a mis amigas de una forma lesbiana porque, sin ser mis amantes, se me queda corta la palabra amiga; porque he aprendido que las amigas son secundarias, porque he aprendido a priorizar a mi novio, a mi marido, ante mis amigas. Porque cuando empieza la relación, dejas de verlas.
Y por vitales y cruciales que sean para mí mis relaciones amorosas y sexuales con otras mujeres, por muy revolucionarias que me resulten en un mundo que las prohíbe y estigmatiza y acalla, no lo son menos mis relaciones con mis amigas. Porque mis relaciones con mis amigas no son meras amistades; son lo que el feminismo ha bautizado sororidad. Hermandad entre mujeres, “fraternidad” femenina y feminista.

Porque mis relaciones con mis amigas rompen las barreras impuestas al afecto no reproductivo ni heteronormativo cuando nos besamos en exceso, en la boca incluso, o bromeamos abiertamente sobre la posibilidad de acostarnos. Porque mis relaciones con mis amigas rompen con el aislamiento impuesto a la mujer, primero en el hogar paternal gobernado por el padre y después en el conyugal gobernado por el marido, al permitirnos construir una comunidad de mujeres, hecha por y para mujeres, cuando todas se conocen entre ellas. Porque mis relaciones con mis amigas rompen con el androcentrismo, que nos enseña a vivir la subjetividad masculina como la única objetividad y a medir nuestros sentimientos y experiencias mediante herramientas fabricadas por y para hombres: mis relaciones con mis amigas se verbalizan mediante palabras como ternura, solidaridad y apoyo mutuo y cómo no, los ya mencionados, los siempre presentes cuidados. Palabras muy poco masculinas.

Palabras muy lesbianas.

Porque mi lesbiandad y mi amistad son conceptos interrelacionados. Porque no existen la una sin la otra. Porque también mi novia es, antes que ninguna otra cosa, mi amiga; porque también respeto a mis compañeras sexuales y las cuido como a mis amigas. Porque no concibo las relaciones según un eje de dominación-sumisión, porque no concibo los intercambios totalmente altruistas de compañía, consejos, afecto, placer, sexo… con cualquier mujer de mi vida como procesos de compra-venta en que abundan los chantajes y las triquiñuelas.

Porque yo, al final del día, no sería la misma lesbiana en un mundo en que ser mujer significara una cosa distinta de la que significa, en un mundo en que yo misma no hubiera crecido como mujer en un mundo de hombres. Quizás seguiría siendo lesbiana, no puedo saberlo, pero mi lesbiandad sería entonces una característica más de mi currículum vitae y no uno de los ejes alrededor de los cuales giro mientras vivo.
Porque enamorarme de mujeres y no de hombres me ha enseñado a querer más a mis amigas y querer a mis amigas me ha enseñado a cuidar tanto a mis parejas como a mis amantes. Porque ha sido el amor de mi madre el que me ha enseñado a amar, como mujer, a otras mujeres desde el principio de mi vida.

Porque, si bien creo que ser lesbiana es algo más que una opción disponible para cualquier mujer que cuide de sus hermanas, sí creo que cuidar de tus hermanas y entenderlas como hermanas antes que objetivos amorosos o sexuales constituye una parte considerable de lo que significa para mí ser lesbiana en este mundo.

martes, 9 de febrero de 2016

Mujeres, comida y revolución

La anorexia, la bulimia, los trastornos alimenticios no son casos aislados. No son tragedias de una sola paciente, ni de unas pocas tampoco. No son enfermedades mentales; porque son mucho más: son enfermedades sociales.

Y afirmo esto sin dudar ni un segundo.

Porque ahondando en la web descubro que el 65% de las mujeres estadounidenses tienen problemas con la comida.

Y lo peor es que este dato no me sorprende: tan solo me proporciona una estadística con que respaldar algo que yo sabía, que es que casi todas las mujeres tenemos problemas con la comida.

¿Cómo no tener problemas con la comida cuando esta va intrínsecamente ligada a conceptos como el de belleza, disciplina y fuerza de voluntad? ¿Cómo no tener problemas con la comida cuando las revistas de mujeres están repletas de fotografías de modelos de cuerpos irreales, actrices retocadas y trucos para perder peso en un tiempo exprés

¿Cómo no tener problemas con la comida cuando, como leí una vez, les repetimos a las niñas tantas veces lo guapas que eran que acabaron creyendo que no podían llegar a ser nada más?

Pero continuemos.

El 67% de las mujeres estadounidenses están intentando perder peso.
Más de la mitad de estas mujeres no necesitan perder ese peso.

El 37% de mujeres estadounidenses se saltan comidas regularmente para perder peso.

El 39% de las mujeres estadounidenses dicen que su preocupación por la comida y el peso interfieren con su felicidad.

Y si no sois mujeres, probablemente os preguntaréis ¿de dónde salen estos datos? ¿Dónde están esas mujeres infelices por su peso, incapaces de comer con normalidad, que se saltan comidas para adelgazar? ¿Si más de la mitad de las mujeres tiene problemas con la comida, eso quiere decir que mi novia, mi madre, mi hermana, mi hija y mis amigas tienen problemas con la comida?

Y yo os respondo: sí. Y para ser más franca, os contaré una historia. Una historia que no es personal, que es colectiva: la historia de todas las niñas que crecimos con miedo de nuestro reflejo en el espejo, metiendo barriga y temiendo el número que mostrara la báscula. La historia de todas las niñas que crecimos haciendo malabares con la comida.

A los 11 años, decido dejar de ir a la playa y la piscina porque juzgo que no tengo suficiente pecho como para llenar un bikini.

A los 12 años, soy incapaz de ir a comprar sujetadores sin echarme a llorar. Relleno el mío de papel higiénico y rezo porque no se note.

A los 13 años, meto barriga cuando llevo traje de baño intentando parecer más delgada y, por ende, más bonita.

A los 14 años, mis amigas se quejan de lo gordas que están cuando pesan incluso menos que yo.

A los 14 años, “gorda” o “fea” es lo peor que se me puede llamar siendo chica. Todas temblamos de miedo al oír esas palabras utilizadas como insultos y ni siquiera se nos pasa por la cabeza la posibilidad de que no tienen por qué serlo.

A los 14 años, una de mis mejores amigas tiene que convencerme para ir a una excursión del instituto porque no me atrevo a mostrarme en bikini delante de mis compañeros.

A los 14 años, soy yo la que tengo que convencer a una de mis mejores amigas para que se bañe en la piscina de un campamento porque le da vergüenza que le vean las mollas.

A los 14 años, la madre de acogida de una familia de intercambio inglés nos cuenta que a los 17 años perdió a casi todas sus amigas. Murieron de anorexia. Ella sobrevivió para contarlo.

A los 14 años, el chico que me gusta del campamento le dice a mi prima que no hablará conmigo porque soy fea. Me duermo llorando.

A los 16 años, tengo que amenazar a una amiga con chivarme a sus padres si no deja de vomitar porque está empezando a escupir sangre.

A los 16 años, la hermana pequeña de 13 años de mi novia ya ha estado internada antes por anorexia. Mi novia no se atreve a comer en público porque está gorda.

A los 16 años, dejo de ir a clase y están a punto de suspenderme la evaluación porque no me siento lo suficientemente guapa como para salir de casa. Mi psicóloga lo llama “episodio obsesivo-compulsivo”. Yo me pregunto si no me he limitado a llevar al extremo una obsesión que todas compartimos.

A los 17 años, mi ex novia se echa a llorar yendo de compras porque no encuentra tallas que le sirvan a su cuerpo.

A los 17 años, vuelven a internar a la hermana pequeña de mi ex novia por anorexia.

A los 17 años, mi hermana de 13 años me cuenta que una de sus amigas de verano vomita lo que come para adelgazar.

A los 17 años, pienso que ya que no puedo ser guapa, al menos estaré delgada. Por suerte, no aguanto más que unos días sin comer más que una manzana y un zumo al día.

A los 17 años, una de mis mejores amigas me confiesa que vomita lo que come.

A los 17 años, me cuentan que la ex novia de una amiga común follaba con camiseta para que no le vieran la tripa.

A los 17 años, una amiga de verano se descarga una aplicación para calcular cada caloría de cada gramo que ingiere en la comida.

A los 17 años, una amiga me pasa a mí la bolsa de Cheetos porque le da vergüenza que un grupo de chicos desconocidos la vea comer “comida de gorda”.

A los 17 años, una de mis mejores amigas me cuenta que fue anoréxica y la internaron por dejar de comer. A veces aún se le olvida hacerlo.

A los 17 años, me enamoro de otra chica. Ya ni siquiera me sorprendo cuando me cuenta que solía vomitar lo que comía.

A los 17 años, desconocidas acuden a mí en Twitter para pedirme ayuda para volver a comer. Para pedirme ayuda porque su novia, su hermana, su amiga se auto-lesiona porque no se quiere y ha dejado de comer.

A los 18 años, leo en Twitter que una amiga tiene ganas de “volver a meterse los dedos” porque ha salido de compras y las tallas no le estaban.

A los 18 años, empiezo a conocer a otra chica. Ya ni siquiera me sorprendo cuando me cuenta que tuvo problemas con la comida. Es el pan mío de cada día. El pan nuestro de cada día.

A los 18 años, hablo sobre acoso escolar porque un niño se ha suicidado y me llegan historias de niñas martirizadas por “gordas”.

A los 18 años, empiezo a conocer a otra chica. Ya ni siquiera me sorprendo cuando me cuenta que tuvo un trastorno alimenticio. Es el pan mío de cada día. El pan nuestro de cada día.

A los 18 años, estoy cansada. Me levanto todos los días en un mundo en el que tengo miedo de que las mujeres a las que quiero dejen de comer.

A los 18 años, estoy cansada. Me levanto todos los días en un mundo en el que mujeres mueren por impedirse a sí mismas comer.

A los 18 años, estoy cansada. Estoy acostumbrada a odiar mi cuerpo; es una costumbre que he heredado de las mujeres de mi familia, que he pulido con mis amigas.

A los 18 años, estoy cansada. Temo no decirle lo suficiente a mi pareja cuánto adoro su cuerpo, con cada centímetro de grasa, por si acaso cree no ser suficiente.

A los 18 años, estoy cansada. Me sé de memoria los trucos para adelgazar. Mis amigas vomitan con demasiada facilidad cuando beben, es la costumbre.

A los 18 años, estoy cansada. Soy la rara de mis amigas porque nunca he probado a hacer dieta.

A los 18 años, estoy cansada. No me parezco a ninguna de las modelos de anuncios y carteles. Todas tienen más curvas que yo y, gracias al quirófano, logran combinarlas con un vacío en la barriga.

A los 18 años, estoy cansada. Pretenden que miles de mujeres que pesamos más que las modelos nos conformemos con 3 o 4 iconos de “tallas grandes” en la tele.

A los 18 años, estoy cansada.

A los 18 años, mi madre me pregunta por qué soy tan radical y estoy tan enfadada con el mundo. Ese mismo mundo que ha intentado matarnos de hambre. Me pregunto cómo no estarlo.

Pero a los 18 años, algo cambia. Es gracias a un trabajo interno que me ha llevado años; le ha costado dinero a mis padres, tiempo y paciencia a mi terapeuta, muchísima fuerza a mí misma. Pero ya no me odio.

Ir de compras ya no es una tortura, es una diversión. Si lloro, será de la risa probándonos ropa extravagante.

Me atrevo por fin a ponerme sujetadores sin relleno ni push-up. Fotografío mis pechos y en los buenos días, me gusta lo que veo; en los mejores, me da igual porque sé que soy mucho más que eso.

Mi ex novia, ahora una de mis mejores amigas, se atreve por fin a llevar camisetas cortas estando gorda.

Mi novia y mis amigas vuelven, poco a poco, a comer. Yo ya no dejo de hacerlo.

La hermana con anorexia de mi ex novia sigue viva. Se está recuperando.

Mi mejor amiga ya no ha vuelto a vomitar la comida.

A los 18 años, en el colectivo feminista en el que estoy empapelamos Valencia de pegatinas contra el canon de belleza. La campaña se extiende por todo el país, llega a los miedos e incluso traspasa nuestras fronteras.

A los 18 años, somos tendencia nacional escribiendo en Twitter sobre cómo somos más que nuestra talla.

A los 18 años, me preguntan en una entrevista por qué hemos empapelado ciudades contra el canon de belleza. Yo me pregunto cómo no íbamos a hacerlo. No recuerdo qué respondo, pero lo llamo contraataque por dentro.

A los 18 años, mi madre me pregunta por qué soy tan radical y estoy tan enfadada con el mundo. Ese mismo mundo que ha intentado matarnos de hambre. Me pregunto cómo no estarlo.

A los 18 años, me dicen que el feminismo actual ya no es revolucionario. Me dicen que la lucha por el amor propio de las mujeres no es revolucionaria. Me pregunto si tampoco llaman dictadura a la del canon de belleza.

A los 18 años, me dicen que los hombres también sufren el canon de belleza. Yo no lo niego, pero ¿acaso sus vidas y las de sus hijos, nietos, hermanos, primos, padres, novios, esposos y amigos están también manchadas de hambre y de vómito?

A los 18 años, me pregunto qué hacemos mis amigas y yo en comparación con las sufragistas. Entonces recuerdo que hemos rescatado nuestras vidas del hambre y el vómito. Y cada día luchamos porque otras decenas, cientos, miles de chicas las recuperen también.

A los 18 años, me pregunto para qué me sirve a mí el feminismo en mi día a día. Entonces recuerdo que mis amigas y yo ya no queremos morirnos de hambre.

A los 18 años, me dicen que la lucha por el amor propio de las mujeres no es revolucionaria. Me pregunto si acaso los que lo dicen han perdido alguna vez sus vidas en las manos del espejo y la comida. Me pregunto si acaso recuperarlas no es, de alguna forma, nuestra propia revolución.

A los 18 años, me pregunto si tengo motivos para estar orgullosa de mí misma. Entonces recuerdo que he aprendido a quererme en un mundo que odia mi cuerpo. Lo llamo revolución.

A los 18 años, estoy más enamorada de mi cuerpo de lo que jamás lo estaré de nadie. Lo llamo revolución.